Que cualquier obra humana está sujeta a deterioro es un hecho incuestionable y que para preservarla es preciso dedicar una parte importante de recursos para su mantenimiento y actualización, también lo es. ¿Por qué entonces, en la planificación de cualquier índole, se le da tan poca o nula importancia a ese aspecto? Desde la más humilde economía doméstica hasta la de las grandes corporaciones públicas se observan ciertas deficiencias en este sentido. Se adquiere un bien, sea un domicilio, un edificio, un vehículo, un ordenador, un teléfono digital … hasta el más sencillo electrodoméstico y no es frecuente que se considere el tiempo de servicio que prestará, los recursos que periódicamente deben destinarse a las reparaciones, actualizaciones, adaptaciones o mantenimientos necesarios para que cumpla satisfactoriamente las funciones por la que fue construido o adquirido. Muchas familias han llegado al límite de su capacidad para adquirir y mantener. Esto supone adoptar una decisión importante no comprometer el presupuesto familiar en nuevas adquisiciones a cambio de mantener adecuadamente las que se poseen. Sabia decisión que supone acomodarse a lo que se tiene y disfrutar de ello.
Los usos y costumbres, cuando se ajustan a la dinámica de los tiempos que se viven, ayudan enormemente a facilitar ese vivir. Son, a modo de quita esencia, respuestas casi automáticas de conductas adaptadas a los contextos que siguen siendo positivas. Cuando ya no lo son dejan de repetirse y caen en “des-usos”. A fuerza de repetir algunos usos de antaño, eficaces otrora, se acaba por ser ineficiente y a partir de ese momento la energía que se dispensa a las acciones no sólo dejan de producir un beneficio, sino que generan un doble perjuicio. Primero porque son estériles para alcanzar el objetivo deseado y segundo porque han distraído recursos para alcanzar otros deseables que no se han podido realizar. Por ello cualquier aspecto de la vida social debe estar en constante renovación. Pensamiento rotundo, amasado por la observación de lo que acontece y que ha calado hasta ser apropiado por la cultura del pueblo en forma de paremia o refrán (Las paremias y su clasificación, de Julia SEVILLA MUÑOZ, Universidad Complutense de Madrid). Un dicho: “RENOVARSE O MORIR”. Es atribuido a una mente preclara, que debe ser comprendida (enmarcada) en el final de sus días, la del filósofo y escritor Miguel de Unamuno, que en realidad manifestó: “el progreso consiste en renovarse”.
La dialéctica entre conservar versus innovar se resuelve precisamente renovando. Quienes pretenden conservar a toda costa lo hasta este momento conseguido, sin percatarse de que las dinámicas de las relaciones humanas con las naturaleza evolucionan y ello promueve también cambios sociales parejos, yerran. Quienes pretenden innovar, haciendo tabla rasa del pasado, de las tradiciones, de los usos y costumbres, también yerran. Porque, aunque no siempre, en este asunto la virtud está en el medio. Pero ese medio necesariamente apunta a la renovación. Y una renovación que sea asumida por quienes deben gestionarla como una permanente novación, de suerte que aquellas personas que a ello desean dedicarse deben ser muy conscientes de que “todo edificio recién construido tiene la vocación de caerse”. Sabias palabras que, el arquitecto algecireño y entrañable Francisco Soto Cubero, fallecido un 22 de febrero hará ahora 2 años, refería haber oído el primer día de clase en la facultad de arquitectura de Sevilla pronunciadas por el Catedrático de turno. Una observación hacia el alumnado con la clara intención de “bajarle los humos”, aplicar una dosis imprescindible de humildad, a quienes, con una mente juvenil pletórica de proyectos arquitectónicos, se aprestaban a aprender el noble arte de la construcción. Así, quien pretenda renovar deberá asumir la inevitable consecuencia de que el mismo deberá ser renovado. Porque toda obra social para mantenerse debe constantemente renovarse.
Fdo Rafael Fenoy