Fue el día 13 de noviembre de 2010, a mediados de la temporada de otoño del Real Teatro de las Cortes cuando Juan Luis Galiardo, con la montera puesta porque ya había actuado en esta plaza, entraba por las puertas del Real Teatro de las Cortes a las seis de la tarde, dos horas y media antes de la función que tendría que representar después.
No iba a un ensayo, como suele ser habitual, a tomar las medidas al teatro, como suelen hacer. Acompañado del alcalde de entonces, Manuel María de Bernardo Foncubierta y del delegado de Cultura de antes y ahora, Francisco Romero Herrero, iba a recibir el homenaje que hasta ese momento sólo había recibido en San Fernando un actor de la talla de José Luis López Vázquez, en el año 2003.
Tras las palabras de rigor por parte de las autoridades presentes, Galiardo pudo descubrir una butaca en cuyo cabecero se encuentra grabado su nombre y que representaba el reconocimiento a su trayectoria. Reconocimiento de un pueblo humilde con un teatro humilde, pero como reconocería un año después la actriz Concha Velasco, el tercer nombre que figura en una butaca del templo de las libertades públicas, no hay homenaje pequeño. Y como dirían los amantes del teatro, mucho menos cuando el homenajeado es uno de los grandes de la escena española y lo ha sido hasta el mismo día en que murió. O sea, hasta este viernes, 22 de junio, cuando ha fallecido y ha comenzado su camino a la leyenda.
Gaditanismo
Galiardo habló de su gaditanismo, de su patria chica en San Roque, de su cuartel general en la estación de San Fernando donde durante dos años dejaba el coche toda la semana mientras rodaba Turno de oficio y luego lo recuperaba para volver a San Roque.
Habló de la familia, de la importancia de la familia y de la tierra, de la vuelta a los orígenes cuando el hombre recupera los recuerdos y su propia esencia.
El actor agradecía el reconocimiento del Ayuntamiento a la vez que recordaba que “todos estanmos de paso”, precisamente el mismo día que había muerto José Luis García Berlanga, cuando un año antes había sufrido un ictus que había puesto en peligro su vida y del que hablaba a los presentes con un sentimiendo de provisionalidad que él decía que no lo había sentido hasta ese momento. Y es que había presentes.
Los presentes no eran otros que miembros del grupo TeatroArte Fusión, invitados a ese acto íntimo al que faltaron otros grupos de aficionados de la ciudad y a los que ofreció una lección vital y una lección de teatro, a cuál más interesante.
Pidió un café descafeinado “de sobre, con leche y azuquita. Y si es posible, una tortita de Inés Rosales”, y no dudó en subirse al escenario para interpretar, con traje de calle, algunos minutos de
El avaro, de Molière, la última obra de teatro que llevó por toda España durante la prórroga que le concedió la vida a ese mocetón de voz profunda y dicción perfecta, galán que el tiempo tornó sabio.
Luego, por la noche, ya fue el lleno total para vez a veinte personas en escena comandadas por quien fue aprendiz y terminó siendo maestro, capaz de dejar una estela, de hacer las cosas “con dignidad”, como él mismo había considerado necesario vivir para sentirse en paz con uno mismo.