En una de las secuencias más divertidas de
Sin malos rollos, Jennifer Lawrence se encuentra en una de esas casas enormes en la que decenas de adolescentes celebran una fiesta preuniversitaria en las que se bebe mucho ponche. Ella sube a la planta de arriba en busca de su novio ante la sospecha de que pueda estar en algún dormitorio con una compañera de clase. A medida que va entrando en cada habitación se encuentra a parejas y tríos encima de las camas entregados... a sus teléfonos móviles, hasta que después del tercer intento grita resignada: “¿Es que ya nadie folla en estas fiestas?”.
Durante el recorrido tiene que aguantar las miradas desaprobadoras de los asistentes a la fiesta, que la ven como una intrusa -la diferencia de edad es evidente-, las críticas de los padres -sobreprotectores- del organizador de la juerga y las bromas de mal gusto de unos niñatos a los que invita a que se lo monten entre ellos, por lo que empieza a ser grabada, perseguida y publicada en redes sociales acusada de homófoba mientras trata de defenderse sin éxito.
No cabe mejor retrato, en apenas dos minutos, de la deriva a la que se ha visto arrastrada nuestra juventud -si me permiten la generalización- a causa de las posibilidades de un aparato de bolsillo tan imprescindible como esclavizador, a la par que alienador, y en torno al cual se tejen conductas que marcan tendencias, sean apropiadas o no, respetables o no. Un amigo, de los que me supera en edad y conocimientos, y de los que aprecio su conversación, me reconocía hace unos días que éste ha dejado de ser el mundo que conocía.
Entiendo que también lo fue para nuestros padres, y antes para nuestros abuelos, a medida que España, como sociedad, iba cambiando y evolucionando, asemejándose a un Estado del Bienestar y alimentando nuevas necesidades y nuevas aspiraciones.
Posiblemente me esté haciendo viejo, y
empiezo a utilizar con demasiada frecuencia, como ellos, las frases que empiezan por “cuando yo tenía tu edad...” para reivindicar que aquellos tiempos, los míos, los nuestros, eran mejores, pero, como responsable de una adolescente, me preocupa ese estado de imprudente agitación que domina ahora determinadas conductas entre los de su edad ante la falta de referentes con cierto sentido del ridículo, e inmersos asimismo en plena cultura de la cancelación, por si nos hacían falta más argumentos para volvernos más estúpidos.
Era
Bob Dylan el que
aconsejaba a “padres y madres” que no criticasen lo que no podían entender:
“Tus hijos y tus hijas están más allá de tu mando. Tu viejo camino está envejeciendo rápidamente. Por favor, échate a un lado del nuevo si no puedes prestar tu mano, por los tiempos que están cambiando”. Y uno quiere seguir atendiendo los consejos de juventud de un tipo ya entonces tan sabio como él, pero aquella realidad a la que cantaba tiene poco que ver con ésta nuestra de ahora: los tiempos siguen cambiando, pero no quiere decir que a mejor. O según.
Por ejemplo, atiendo con cierta expectación los discursos y gestos de los nuevos alcaldes recién llegados a los despachos,
caso de los de Cádiz y Jerez, y celebro que, en apenas dos semanas, ya han dado los primeros pasos de los que eran sus compromisos más inmediatos, así como que lo que cuentan sitúe al ciudadano en el eje de su acción. Lo difícil, a partir de ahora, será mantenerlo, porque la realidad nos ha acostumbrado a percibir que hay cosas que nunca cambian, entre ellas, que se mantenga la palabra dada.
Lo reivindicaba
Alberto Núñez Feijóo este jueves en un encuentro en torno a la cultura en el que enfatizaba eso, el valor de la palabra dada por un político frente a las mentiras en cascada del presidente
Pedro Sánchez. Casi a la misma hora, su
candidata a la presidencia de Extremadura, María Guardiola, faltaba a la suya y pactaba con
Vox. Faltaba a su palabra no solo por hacer lo que dijo que no haría, sino por no dimitir en consecuencia. Los tiempos, que a veces no terminan de cambiar para mantener en barbecho nuestra incredulidad.