A lo largo de la última semana se han sucedido informaciones procedentes de distintos puntos del país en las que se alertaba sobre la imitación de la serie
El juego del calamar en los patios de los colegios de primaria a la hora del recreo. En uno de los vídeos divulgados se ve a los alumnos posicionados como a los concursantes de la ficción televisiva y a una alumna apuntando con el dedo a los que se han movido y son eliminados. Se ve que los escolares han encontrado una forma más sofisticada de jugar al “coger”, al “matar” o, dicho de forma más inocente, al “pilla-pilla”, aunque todos con la misma base: atrapar y eliminar contendientes.
Si a los propios niños les hubiese dado por inventarse un juego similar, dado que tampoco dista mucho del “estate inmóvil” al que también jugábamos los de mi edad en el colegio o en la calle, no habría debate alguno en este momento. Lo que agrava la situación es que el fenómeno actual no emana de los centros educativos, sino de los propios hogares, donde niños menores de 11 años tienen acceso a una fuente inagotable de contenidos audiovisuales sin control o supervisión parental, o, cuando menos, sin que se haya dotado de la importancia suficiente a la calificación por edades de las series y películas a su disposición, o sin la significación que alcanzaron en su día los rombos en las películas que se emitían en televisión: bastaba uno solo para saber que te tenías que ir a la cama.
En un reportaje de fondo publicado en
El Mundo acerca de la polémica, Luis Alemany recoge el testimonio del presidente nacional de Educación del CSIF, que se posiciona claramente de este lado: “La violencia existía antes de
El juego del calamar. No hay que dramatizar con este caso. El problema de verdad es el acceso. No es la historia más tremenda que se pueda encontrar por ahí. El problema no es la serie, sino quién la ve”, sentencia Mario Gutiérrez. Y eso es algo que podemos trasladar a otros muchos productos televisivos, emitidos en abierto y dentro del horario infantil.
De hecho, no se trata de demonizar a la serie coreana que, en el fondo, aborda una visión atrofiada, pero a la vez próxima, de la sociedad contemporánea, tal y como ha argumentado uno de los filósofos de referencia de este primer cuarto de siglo, el también surcoreano
Byung-Chul Han, quien en una entrevista publicada hace unos días en
El País, sostenía que, de un lado, la historia muestra hasta qué punto el sistema establecido ha logrado mantener “contentas a las personas con alimentos gratuitos y juegos espectaculares -el famoso
panem et circenses-”, puesto que la “dominación total es aquella en la que gente solo se dedica a jugar”; y, del otro, el afianzamiento del papel desempeñado por el capitalismo en nuestras vidas: “Esa gente -en alusión a los personajes de la serie- está sobreendeudada y se entrega a ese juego mortal que promete enormes ganancias”, lo que “representa un aspecto central del capitalismo en una forma extrema”.
Eso, en realidad, no lo aprecian los niños, impresionados por la puesta en escena del juego, los uniformes, la voz de la muñeca y sus posteriores ejecuciones, e incapaces de sentarse ahora ante un episodio de
David el Gnomo porque ya no les reporta las suficientes dosis de dopamina que genera la acción y la truculencia de la serie de
Netflix. Pero tampoco hay que generalizar: ni todos los niños que juegan al
calamar en el patio del colegio han visto la serie, ni creo que sean conscientes de la violencia expresa que escenifican después de comerse el bocadillo; tan solo se suman a una moda sin cuestionarse nada más, como lo fue en los 80 apuntarte a un club de kárate porque las sesiones dobles de Bruce Lee en el cine causaban furor o porque querías ser un poco como Daniel LaRusso, como si de camino a casa te asaltase cada noche un grupo de quinquis y necesitases dominar la técnica de la grulla para defenderte.
Ahora la pretensión es que sean los profesores los que censuren cualquier nuevo atisbo de imitación, cuando la presión debería ir dirigida a las plataformas televisivas y on-line para que mejoren los controles de acceso a sus contenidos violentos. Eso sí sería un avance. Lo otro es descargar culpas.