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El doble ajuste de cuentas de la quinta entrega de Fargo

La serie cambia ligeramente de registro y ejerce de relato militante contra la violencia machista y ¿Donald Trump?

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El invierno ha hecho coincidir el estreno de las nuevas temporadas de Fargo y True detective, dos series que es aconsajable ver con el anorak puesto, como cuando lees una novela de Ara Larsson o Jo Nesbo, de tanto frío y nieve que envuelve la historia. Consolidadas con los años -cinco y cuatro entregas acumulan respectivamente- y bajo la condición de series “de autor”, ambas parecen haberse plegado en esta ocasión, de un lado, al discurso militante y, del otro, a la militancia woke, que viene casi a coincidir con la diferenciación que hace Ricky Gervais en su último espectáculo televisado, Armaggedon, de lo que supone la reivindicación de la igualdad frente a la conquista del discurso dominante a través de la imposición y la censura.

A falta de que culmine la emisión de True detective, y de que confirme hasta dónde pretende hacer llegar su relato, lo que sí conocemos son las cartas que Fargo ha puesto sobre la mesa a partir de una historia que parece plantear un doble ajuste de cuentas; en primer lugar, para visibilizar la atrocidad y el horror de la violencia machista -incluso ejerciendo una función de servicio público: al finalizar algunos episodios se ofrecen los teléfonos públicos para atender a las víctimas-, y, en paralelo, para subrayar el perfil social de la América que sostiene y se sostiene en las soflamas populistas de Donald Trump.

Auspiciada de nuevo por los hermanos Coen y liderada por Noah Hawley, la quinta temporada mantiene las constantes vitales que atraviesan cada una de las historias desarrolladas hasta ahora y cuida con esmero el retrato del mal y de la relación que cada uno de los personajes mantienen con respecto a esa amenaza o alianza que da sentido a sus vidas, pero también es cierto que carece de la distinción visual y narrativa de la que se nutrían las entregas anteriores. No hay riesgo ni virtud en este caso; es todo mucho más lineal y previsible, y, en especial, recuerda más a No es país para viejos que al mítico filme de los Coen que da título a la serie.

Aún así, la historia se apoya en una sensacional Juno Temple -la joven que ha reconstruido su vida tras huir del infierno del maltrato- y en un imponente Jon Hamm, el sheriff que no conoce más ley que la que emana de la Biblia y que ejerce desde ella un poder supremacista ligado a la corrupción generalizada. En ellos reside el gran atractivo de esta entrega, y no es poco. 

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