Los madrugones eran impresionantes y al filo de las 5.30 de la mañana nos levantábamos, para a las seis en punto emprender la marcha hacia Pelayo en donde desayunábamos en la venta de Bori.
Por los sesenta se autorizaba a finales del mes de octubre a practicar una modalidad de caza con red aprovechando el denominado paso de las aves hacia Africa, a cuyo efecto los parajes situados entre Algeciras y Tarifa, próximos al mar, resultaban excepcionales. Obviamente el lugar que elegíamos eran las vaguadas de Guadalmesí, en donde proliferaban los bandos de jilgueros y chamarices, que eran las especies que más se capturaban, así como la de trigueros.
El montaje resultaba un tanto aparatoso ya que había que desplegar dos enormes paños de red que se situaban sobre el suelo y a los que se unía un dispositivo de tiro que al ser accionado permitía a las dos hojas cerrarse sobre los incautos pajarillos que acudían al reclamo de unos denominados cimbeles que revoloteaban y piaban sobre una pequeña percha de madera.
La primera vez que tuve la oportunidad de asistir a una cacería lo pasé bastante mal pues se actuaba de una manera despiadada sobre las pequeñas presas, que dado su número había que sacrificar de manera rápida y fulminante presionándoles la cabeza. Conforme pasaron las jornadas me fui acostumbrando y al final terminé formando parte activa del grupo exterminador. En la actualidad sería incapaz de repetir la experiencia que por fortuna al estar ya prohibida evita el avecidio, permítaseme la expresión.
Los madrugones eran impresionantes y al filo de las 5.30 de la mañana nos levantábamos, para a las seis en punto emprender la marcha hacia Pelayo en donde desayunábamos en la venta de Bori en la que además hacíamos un acopio de productos de la zona que solíamos degustar sobre el mediodía. Las bromas con el mesonero eran constantes y Antonio, el jefe de la partida, hacía muy buenas migas con él, bromeando de forma constante, lo que hasta cierto punto nos relajaba un tanto y nos hacia afrontar la aventura con renovado ánimo ya que por delante nos quedaba una dura jornada.
Ya en mi reportaje anterior, de acampadas en la Garganta del Capitán, mencioné a los hermanos Antonio y Tomás Parra, a los que en estas ocasiones se nos unía su tercer hermano Manolo y por supuesto nuestro inseparable Diego, junto a mi cuñado Antonio Custodio y al cuñado de éste último Antonio González.
Para el transporte usábamos la furgoneta Austin de Antonio Parra que manejaba con gran soltura y eficacia, pues no hay que olvidar que por entonces los caminos estaban repletos de baches y de piedras y el acceso al lugar donde nos asentábamos era abrupto y finalmente teníamos que acceder andando y bastante cargados, ya que la infraestructura para la cacería de pajaritos era muy voluminosa. Ya amanecido habíamos llegado a nuestro asentamiento tras una buena caminata que no nos resultaba muy pesada porque la hacíamos cuesta abajo. Era preferible no pensar en el regreso al filo de las 5 de la tarde, con el añadido de los pajarillos capturados que en ocasiones superaban las sesenta docenas.
Momentos inolvidables
Muchos nervios para extender las redes y los cimbeles, siempre acompañados de improperios lanzados por Antonio en un loco afán por comenzar la cacería cuanto antes y sin dejar de imitar el canto de los pájaros desplazándose esperpéntico de un sitio para otro. Fueron momentos inolvidables.
A las doce dábamos cuenta tras un receso de un suculento bocata de morcilla con pan de Pelayo que nos proporcionaba una molesta pero soportable ardentía, en especial cuando la jornada era fructífera.
Lo duro era levantar el campamento y emprender la subida hasta el aparcamiento de la furgoneta ya que el cansancio de la madrugadora jornada se dejaba sentir aunque pese al resoplo se hacía con bastante deportividad.