La mesa frente a la ventana y la luz de fuera tomando, poco a poco, el cuerpo brillante de las cortinas. Son como una resistencia encendida justo a esta hora que da el sol en mi tramo de fachada. Durará dos horas. Lo que ocurre a este lado de las cortinas es ya más farragoso, ha durado un curso entero y esta experiencia seguro que es extensible a cada uno de los alumnos que ha pasado por mis clases. Y podrá incluirse también cada uno de los alumnos que, más allá del horario obligatorio de clase, han sacrificado el poco tiempo libre que tienen de mañana o tarde para mejorar su rendimiento académico.
Unos minutos antes de la clase, el portátil en la mesa frente a la ventana y la sensación de que empezar una clase es hacer una especie de
ouija, invocar a voces que no veo a través de una pantalla. Somos muchos los profesores y los alumnos los que nos hemos visto forzados a estas circunstancias de no presencialidad durante el curso. El teclado, el micro, los materiales en la plataforma… El peor contexto para la enseñanza y el aprendizaje, sobre todo para el aprendizaje. Durante estos últimos meses hemos oído fatídicos comentarios sobre los adolescentes, pero la realidad se empeña en demostrar que merecen mejores juicios.
Parafraseando a Agustín García Calvo, los sectores de edad adulta se suelen referir a los chavales como “la juventud”, y a mí me parece una expresión tan rancia, tan casposa, tan reaccionaria… Será por pura envidia de lo no hecho todavía, de todo el tiempo del mundo. La juventud no es consciente de ser juventud, como si la palabra fuera algo instituido e inamovible como un ministerio y no estuviera rompiéndose cada momento. La juventud es comenzar a tomar conciencia del cuerpo y de la vida, una conciencia que abre dimensiones de duda e inseguridad que el tiempo irá o no cerrando.
Y en todo este contexto, lo preocupante es que año tras año los adolescentes toman conciencia externa de su posición bajo los dogmas primitivos de “son unos blandos”, “están consentidos”, “son una generación que no conoce el sacrificio” y decenas de perlas más. Por eso es conmovedor ver cómo salen algunos chavales listos y con gracia capaces de decir NO después de que voces adultas, que sí que saben hacia dónde va el ser humano, les ninguneen y que -incluso parezca que- trabajen en su contra mediante un sistema educativo que les seca y una eterna campaña de marketing y asfixia afectiva que los hace perfectos consumidores. Para esto último sí que interesan mucho.
Durante estos meses de pandemia hemos oído numerosas veces palabras de entreverado odio hacia los jóvenes, particularmente hacia los adolescentes. Yo también les he visto haciendo botellón en el parque o en grandes reuniones por la tarde con la mascarilla bajada, como también sé de adultos que no se han tapado la nariz en toda la pandemia y que se han reunido dispersando el virus en interiores.
Es necesario un ejercicio de empatía para promover el diálogo intergeneracional. Los adolescentes son uno de los colectivos que más está sufriendo las consecuencias derivadas del COVID-19: las consultas médicas se llenan de chavales enganchados a las benzodiacepinas con problemas de salud mental, las pocas oportunidades laborales que podían tener han sido barridas por la crisis postvirus, muchos de quienes estaban emancipados han tenido que volver a casa de sus padres y, en cuanto a lo académico, los efectos serán visibles en los próximos años. Con lo bueno y lo malo, hemos engendrado una generación adolescente hipercompetitiva, como lo es el inevitable espejo en el que se mira, en numerosos casos deprimida e insegura. Y no son así porque quieren, son así porque les hemos hecho así.
Muchos de ellos acaban de terminar la selectividad, les doy mi enhorabuena. Estoy seguro de que en su imaginación está la metáfora del mundo que nos salve.