Francisco José Garzón Amo, el maquinista que conducía el Alvia siniestrado el 24 de julio de 2013 en la entrada a la capital gallega, no volvió a manejar un tren desde ese día, fecha en la que el ferroviario que hizo carrera desde abajo dijo adiós a la vida sobre raíles.
Ochenta muertos y casi centenar y medio de heridos es una pesada carga, una losa que, como él mismo reconoce, lleva en su conciencia con independencia de la sentencia final con la que concluya la vista oral que desde el pasado día 5 acoge la Ciudad de la Cultura situada en Santiago de Compostela.
Cuando la tragedia se desencadenó tenía 53 años. Hoy, cumplidos los 61, ya no trabaja, tras acogerse en fechas recientes al sistema ordinario de prejubilaciones de la operadora pública Renfe.
Después del siniestro, estuvo cerca de año y medio de baja. Cuando se reincorporó a la actividad lo hizo en labores administrativas, de mantenimiento.
Él, como su padre, el fallecido Eusebio, era un enamorado confeso del ferrocarril.
Se crió Francisco en Monforte (Lugo), en La Estación, en la actualidad una sombra de lo que fue en aquellos tiempos en los que este municipio, capital de la comarca de Tierra de Lemos, era una reconocida potencia ferroviaria.
Jefes de estación, guardagujas, enganchadores, guardabarreras, capataces, sobrestantes, avisadores, telefonistas, fogoneros, visitadores... Ese era el barrio que habitaba Francisco José, que soñaba con llegar al centro del pupitre, a la cabina, algo para lo que se necesita formación específica y mucha destreza.
Comenzó como peón especializado, llenando depósitos de diésel, en 1982. En 2003, una década antes del descarrilamiento, quedó habilitado para conducir.
Después de años entre Madrid y Barcelona, pidió el regreso a Galicia para cuidar a su madre, María del Carmen.
En el piso de A Coruña donde se pusieron a convivir se situó la lupa mediática. La calle Ángel Senra, arteria peatonal que vertebra la zona obrera de Os Mallos, pasó a estar tomada por reporteros, cámaras y fotógrafos.
Garzón Amo llegó a pasar un tiempo recluido, sin prensa, tele ni teléfono, en casa de unos primos, muy cerca de Ponferrada, ciudad de la provincia de León.
Al volver a su domicilio habitual, fue arropado por compañeros y amigos de siempre que lo sacaban a comer cada dos semanas. Continuó haciendo la compra y cocinando. Y se mantuvo fiel a sus horarios de comidas y de retirarse a descansar.
Llegó a perder veinte kilos.
Antonio Martín Marugán, el interventor de a bordo que telefoneó al móvil corporativo de Garzón para indicarle que había una pareja con dos hijos que iba a Pontedeume y que debía entrar por la vía más próxima a la estación para evitar que cruzasen cargados de maletas, se acogió, después de Angrois, a un ERE.
Tenía entonces 62 años. Dos de los miembros de esa familia murieron en las vías.
Garzón Amo recibió durante bastante tiempo dedicatorias con textos de ánimo escritos por pasajeros que querían darle ánimos. Se los entregaban a colegas de él.
Francisco José, que pidió perdón por lo acontecido en varias ocasiones, tanto a través de una carta como esta misma semana en la sala ante la juez, se declara convencido, con todo, de que no hay mensaje de aliento que valga.
La plataforma de víctimas 04155, por boca de su presidente, Jesús Domínguez, ha trasladado que muchos de los socios mostrarán indulgencia y algunos otros no, pero lo que sí dejan claro es que exigen responsabilidades mucho más arriba.
Así, la vista está puesta en el día 13, cuando está señalada la comparecencia de Andrés Cortabitarte, en aquel entonces alto cargo en el administrador de infraestructuras ferroviarias (Adif) al ser responsable de la seguridad en la circulación.
Tras el festivo del 12 de octubre, la acción penal se reanudará, sin duda, con otra sesión determinante.
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Francisco José Garzón, el maquinista que tras Angrois nunca volvió a manejar un tren
Ochenta muertos y casi centenar y medio de heridos es una pesada carga, una losa que, como él mismo reconoce, lleva en su conciencia
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