El día de la Constitución, amaneció en Madrid entoldado con una capa de nubes que favorecía una lluvia mansa y persistente. En la carrera de San Jerónimo diputados, senadores, el Gobierno y la jefatura del Estado celebraban los treinta años de monarquía constitucional en los que hemos estado viviendo –descerebrados de siempre al margen– de forma más o menos civilizada. A esa misma hora, en plena calle de Alcalá un viento lleno de nostalgia levantaba unas cuantas olas de republicanismo, más reivindicativo que alternativo y real. Como a esa hora de la mañana el desayuno ya quedaba algo lejos, decidí tomarme un café latte en el Starbuck de la esquina. Lo pedí muy caliente. Me senté junto a una ventana. Sobre la jarra del generoso café espolvoreé azúcar en abundancia y coroné la leche montada con un poco de canela. Por la ventana vi pasar algunas decenas de banderas tricolor, ondeadas por una megafonía de campaña que disparaba consignas llenas de salva. Los antidisturbios estaban desplegados y observando el espectáculo, pero aunque miraban a los ciudadanos por debajo de la hosquedad de sus viseras, se les veían relajados y con la mano lejos de la porra reglamentaria. Agoté la reconfortante bebida y me dirigí al museo Thyssen Bornemisza para ver la exposición temporal ¡1914! La Vanguardia y la Gran Guerra. O lo que es lo mismo cómo los pintores de esa crucial encrucijada de la historia europea interpretaron en su mundo estético, los espasmos devastadores de esa primera contienda mundial. En general son cuadros de coloridos brillantes que se extienden sobre el lienzo con trazos largos y oblicuos para representar muchedumbres manifestándose con su patriotismo a flor de piel, un cañón de acero muy templado que está siendo cebado con un obús cargado de muerte o un paisaje apocalíptico donde lo más racional es la inteligencia con la que su autor, Ludwig Meidner, ha mezclado los colores.
Pero igual que cuando visito el museo del Prado no salgo sin haber admirado al Bosco y su Jardín de las Delicias y su Adán y Eva, siempre que vengo al Thyssen subo a la primera planta y empiezo por la sala que alberga el mejor ejemplo del realismo representativo americano.
En esa sala hay un cuadro de Edward Hooper titulado Habitación de hotel. El cuadro comparte la sobriedad pictorica carácterística del autor neoyorquino y con rotundas líneas verticales, horizontales y oblicuas de trazo directo y simple compone una alegoría de la soledad, la melancolía y el aislamiento. Sentimientos que John Dos Passos había pormenorizado en sus libros sobre Nueva York elevando a esta ciudad a la categoría de absoluta protagonista de su obra.
En el cuadro se ve a una mujer semidesnuda sentada en el borde de la cama. La colcha está meticulosamente recogida en los pies. Hay dos maletas en el suelo no muy lejos de ella: una rectangular y negra donde llevará, sin duda, su ropa de calle y otra, más bien un bolso, donde, estoy seguro, guarda el traje con el que sueña estrenar un musical en la calle 42. Detrás de la cama hay un sillón verde y tras él una ventana entreabierta que muestra la negrura de la noche, de la existencia o, incluso del destino. A la derecha del cuadro hay un mueble que se adivina una cajonera, sobre el que ha colocado su sombrero. Frente a ella, sobre una moqueta verde ha abandonado sus zapatos de forma descuidada, quizás mostrando así la satisfacción que experimentó al desprenderse de ellos porque le atenazaban sus delicados pies.
Está sentada en el borde de la cama con el torso inclinado, las piernas colgando y los brazos apoyados sobre ellas.
Está absorta en una nota que sostiene sus manos. Es un papel apaisado, transparente a la fortísima luz cenital de la habitación. Los estudiosos de Hooper dicen que era un vulgar horario de tren. Están equivocados.
Esa nota contiene el número telefónico de un empresario que le puede abrir Broadway para que triunfe con su indudable talento. El problema es que primero, ella le tiene que abrir al empresario el cofre donde guarda su más preciado tesoro, su dignidad como mujer.