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El juicio de los 7 de Chicago: Fidelidad a la esencia de América

Aaron Sorkin recrea un trascendental caso judicial en una película tan bien escrita como prescindible, por reiterativa

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Aaron Sorkin es uno de esos creadores que supo ver en la televisión la opción de un nuevo medio desde el que poder desarrollar el talento y las historias que el cine había terminado por vetar en las salas. Suyas son las celebradas El ala oeste de la Casa Blanca, Studio 60 y The newsroom, que fueron las que terminaron por abrirle las puertas del cine. Debutó en 2017 con la más que interesante Molly´s game y se ha colado en la final de los Óscar con su segundo trabajo, El juicio de los siete de Chicago, otro apreciable ejercicio de autor, tanto desde el guion como desde su puesta en escena, pero cuyo resultado final deviene en prescindible, carente de una previsible emoción que le niega el hecho de basarse en una historia real y caer en la reiteración asociada al subgénero en el que se circunscribe la película: el cine judicial -aquí contra los participantes en una protesta contra la guerra de Vietnam a finales de los 60-. 

Es evidente que Sorkin no aspira solo a hacer una película sobre un juicio. El subtexto está plagado de referencias políticas, de reivindicaciones historicistas y, por supuesto, de la innegociable defensa de lo que los estadounidenses tienden a llamar la esencia de América, sus valores y derechos fundamentales, su espíritu constitucionalista; y no hay nada ni nadie que pueda hacer frente a ellos cuando sobresale la justicia real, la que emana de un tribunal y la que advierte la gente de la calle, por mucho empeño que ponga un gobierno en señalar a hippies y comunistas como antipatriotas o la dudosa imparcialidad de un juez superado por la realidad.

Y todo eso, Sorkin lo desarrolla con notable habilidad, tanto con diálogos inteligentes, como con el ritmo necesario para que no decaiga una función cuyo final apenas va a deparar sorpresas, pero no impide que todo suene a visto mil veces, desde la combativa posición del abogado defensor, a la pesada carga moral y ética que se va apoderando del fiscal, sin olvidar las dudas y desencuentros entre los propios acusados a la hora de acertar en el correcto enfoque del proceso. Y también todos están muy bien -me encanta ese descubrimiento tardío, gracias a Spielberg, llamado Mark Rylance-, aunque en detrimento del desdibujado papel de algunos secundarios que acaban convertidos en meras excusas para dar valor a las estrategias de las dos partes durante un juicio histórico para una película que como mucho contribuye a perpetuarlo.

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