Oportunidad en el Centro Histórico de Cádiz. Poco más de 30 metros cuadrados, sin amueblar, un dormitorio, sin ascensor, sin salón, tampoco cocina (porque al rincón con hornillo no se le puede denominar así) y sin vergüenza ninguna: 500 euros más gastos. Piden contrato fijo, avalista y algún órgano vital. Tres habitaciones, dos baños, 90 metros. Cerca del Paseo Marítimo. En torno a mil euros, pero ojo, sólo ese precio inflado en temporada escolar porque en los meses de verano sube hasta el abuso: 700 a la semana. Pisos a 2.400, 2.000 o 1.800 euros al mes, estudios a 650, grandes contenedores de fincas que suben el precio aunque haya que aguantar un tiempo sin inquilinos. La inflación, la cesta de la compra, el sueldo congelado que ronda los mil euros. La imposibilidad de emanciparse antes de los 30. La necesidad de destinar más del 50% de lo que cobras para vivir bajo un techo. La angustia, las cuentas. “Esta semana no compro carne. El pescado ni pensarlo”. Los números estrangulados y no llegas. No se llega. El nudo en la garganta. Mejor aplazar los planes.
Cuando hablamos de modelo de ciudad es importante explicar que construir la Cádiz que soñamos no sólo depende de su Ayuntamiento, sino de todas las administraciones que influyen directamente en las condiciones de vida concreta de su gente. Cuando hablamos de una ciudad inclusiva, habitable, verde, sostenible y de derechos, hablamos desde una premisa: la de una ciudad viva. Una ciudad en la que puedan quedarse sus vecinas y vecinos. Y hoy, miren ustedes, se hace difícil. Si en la década pasada sufrimos la burbuja del ladrillo para la compra, que sigue en unos umbrales inaccesibles, ahora la sufrimos también para el alquiler. Ambas. Si en la década pasada se hacía difícil acceder a una vivienda, hoy resulta prácticamente imposible. Porque la especulación se impone, porque el negocio se antepone y lo que debería ser un derecho indiscutible se convierte única e incomprensiblemente en un negocio.
Y desde el Ayuntamiento podemos tomar medidas. Por ejemplo, una ordenanza para frenar la turistificación que prioriza el derecho a la ciudad y limita los apartamentos turísticos que expulsan a vecinas y vecinos de sus barrios. O construir desde Procasa solamente viviendas para el alquiler social y que deje de funcionar la empresa municipal como una inmobiliaria que fomente el libre mercado como en la época del PP. Pero no es suficiente. Porque las competencias reales las tienen la Junta y un Gobierno que debe ser valiente y regular el precio del alquiler, limitar la especulación y priorizar el derecho por encima del negocio. Y porque una Administración local no puede competir contra las enormes empresas de capital infinito de la construcción. O regulamos o seguirá la sangría: en Málaga, Granada, Sevilla y Cádiz los alquileres superan la mitad del salario. Sólo el 14% de la gente joven puede independizarse. Cada año suben los alquileres en torno al 10%.
Y mientras, el PSOE se cierra en banda a medidas tan lógicas y tibias como limitar los precios o las reducciones del número de pisos que un propietario debe tener para ser considerado gran tenedor y aplicarle el tope. Medidas que no serían suficientes, pero que servirían como base para atajar una realidad urgente. Porque mientras visitamos con frustración portales como idealistas y calculamos y recalculamos cada principio de mes, nos encontramos que un exministro del PSOE, Joan Clos, es presidente de Asval y Fiabci, dos patronales inmobiliarias contrarias a la regulación de los precios de alquiler. Las malditas puertas giratorias. Porque mientras visitamos con frustración portales como Idealistas y calculamos y recalculamos cada principio de mes, tenemos que escuchar al diputado socialista José Luis Ábalos asegurar que la vivienda es un bien de mercado. Y porque mientras desde el municipalismo intentamos poner tiritas en una herida profunda, PSOE y PP se alinean para zancadillear y ralentizar cualquier proceso. Por eso, debemos grabar a fuego que la vivienda es un derecho. Un derecho accesible, digno e inclusivo y no podemos ni vamos a normalizar la imposibilidad de crear un hogar.