Por Rafael Morales Barba
Hablar hoy en España de Carlos Murciano es emprender una aventura por uno de los poetas más prolíficos y con más talento, amén de con más dominio técnico de las formas clásicas en la poesía española de la segunda mitad del siglo XX (y de comienzos del que ahora nos ocupa).
Un breve repaso a los nombres que han sido el presente en algún momento de la misma, y lo son ahora mismo, lo demuestra este “En la esquina más última” (Ars Poética. Asturias, 2021)del autor gaditano.
¿Quién ha dicho que la poesía es cosa de jóvenes? Es cierto que hay poetas geniales precoces, pero también grandes obras de la madurez y de vejez. ¡Que se lo pregunten a Juan Ramón Jiménez! Quizá lo que más llame la atención al lector en la andanza de leer este sugestivo volumen, sea precisamente la fortaleza intelectual y la pulcritud en el oficio, la vigorosidad vital, y cómo la voz de Carlos Murciano no ha perdido ni un ápice de su viejo atractivo.
“Desde la última vuelta del camino”, tituló Pío Baroja sus memorias y “En la esquina más última”, Carlos Murciano su planto, no son unas memorias realmente, sino la memoria de su amor (es) y una reflexión existencial. Y, como el poema a las violetas de Luis Cernuda, nada promete que después traicione desde el título.
Hace más de un siglo, en 1905, tal y como alguna vez he recordado cuando llega la ocasión, escribió José María Maragall un artículo titulado “La obra y el título”. El ilustre poeta catalán se mostraba como uno de los pioneros teóricos españoles que reflexionaban sobre la titulogía: “Yo creo que la sana obra de arte es engendrada en una impresión de la realidad que produce la impresión artística (…). Y el nombre que dé a esta realidad, el título de la obra no esclavizará nada; y tampoco engañará a nadie, porque, si el artista es sincero al bautizar la obra, su título no dará sino una justa esperanza de ella”.
Y eso es, precisamente, lo que ha hecho el escritor arcense; no traicionarse, atenderse como venero del verso. O, si prefieren, cantar si identidad y su búsqueda, el dolor, si también la dicha, meditar, al cabo, desde una honda mirada humana.
María del Carmen Mestre prologa ajustada y sabiamente los cuarenta y cinco sonetos aquí reunidos y afirma que estos textos “adquieren esta vez matices singulares que le confieren un carácter de constante renovación”.
En verdad, es este un libro proteico, complejo en la autognosis donde no se reconoce: “Me miro en el espejo y no hay espejo./ Yo no soy ese niño ni ese viejo/ que permanece joven todavía”. Quizá. Aunque cualquier buen lector de poesía sí sepa reconocerlo en este último volumen, por ahora.
He aquí un ejemplo, el poema titulado “De la soledad”: “Estoy mirando tu fotografía./ ¿Cuántos años tenías? ¿Cuántos tienes?/ ¿A dónde ibas ayer? ¿De dónde vienes/ a sumergirme en la melancolía?/ Hay a tu espalda una estación vacía,/ sin reloj, sin campanas y sin trenes./ ¿A quién esperas en esos andenes/ cuando se va desvaneciendo el día?/ ¿O quizás amanece y te has perdido/ por una calle súbita y cualquiera/ de una ciudad que nunca fue verdad?/ Dime si lo has soñado o lo has vivido,/ si conociste a aquel que te siguiera/ y fotografió tu soledad".