Violeta vivió en la cuerda del funambulismo empeñada en alcanzar, a la manera elegante de los ángeles sin sombras y sin mácula, el otro extremo de las propias decisiones.
Inmunizada ante la cadena de agravios que perseguía la dirección y el cobijo de sus intimidades, consiguió ejercitarse en la tensión de la fibra. Experimentó un duro enfrentamiento con la liviandad de los caprichos y sorteó, casi cuanto quiso y todo lo que pudo, las descarnadas situaciones, negándose a participar en el gratuito desembolso de sus intransferibles ilusiones. En sus maletas, entre los bártulos y los estantes de su alcoba, procuró que no le faltaran: un lecho de alientos, una maleta de convicciones, un juego de lianas, un divertimento de acrobacias y el mapa de los manantiales en donde beber de las palabras, además de un espacio para las historias que necesitaban, y querían, ser contadas.
En contra de los múltiples veredictos y de las diferentes predicciones, sus pasos no vendieron sus creencias personales. Incluso, las satinadas zapatillas de salón que en escasos momentos lucía al servicio de los protocolos, tampoco se arrugaron al pisar los incompetentes charcos de las impertinencias. En ocasiones, titubeó en las encrucijadas, confundió las nítidas prioridades, las ideas tintinearon en una incomodidad de cuchicheos desatando una mordaza de martinetes de aprensiones y de majaderos y burdos ecos.
Ella, abarcando su centro en un abrazo de sueños, no hizo el menor caso a los muros izados, a las almenas equipadas de defensas y a las hereditarias zanjas que mordían sin escrúpulos los talones de las gentes. Levitando sobre sí misma en un periplo de ingravidez que la condujera lejos de las multitudinarias combinaciones de las crueldades, provocaba, sin asomo de culpabilidad, violentas arcadas de asco en la seriada sociedad que la excluía.
Violeta, convencida de la dirección correcta, consciente de la arriesgada flotabilidad de la vida, no dudó en adentrarse en el lenguaje del miedo escénico. Luego, no quiso pisar, jamás, el asfalto que, desproporcionadamente, anegaba los paisajes del mundo. En el tránsito a las alturas, procuró conservar el humor y a cambio, renunció a su propio ombligo.
Sin vértigo alguno, danzó en su artística soledad hacia un horizonte que semejaba una algarabía de risueñas plumas. Ella, la dama etérea exenta de las luces que iluminaban el lado menos agraciado del público. Ella, encerrada en una recua de licuados latidos, con el incendio de la tensión afilando las butacas, despegó los pies de los terrenales lupanares.
Violeta, la dueña de las vacantes, amaba las posturas aéreas, las sublimes volteretas de la orfandad, la fina sombrilla encajada de bolillos y el indiscutible maquillaje de las humanas liviandades, del cual, se encontraba suficientemente abastecida. Por el contrario, renegaba de los espejismos de las lentejuelas y las ambiciones ajenas y huía de los brillos de la mediocridad por ser un viaje en dirección a la cuna de las presunciones y, ella de ningún modo, habría adquirido un billete bajo ese concepto o a cambio de su alma.
Y en su transcurrir por encima de las vulgaridades, elevando el miedo en dirección a ninguna parte, vislumbraba la inculta claridad de los rostros, las manos crispadas a la espera del imprevisto desenlace. Ante las matemáticas erradas, las brusquedades del azar y las calamidades nacidas del perfecto tropezón, sintió la realidad del respirar y del sudor de la humanidad que, impaciente, aguardaba, ella lo sabía, ser testigo de su desplome.
Violeta no se conformó con ser una previsible funambulista en la cuerda dilatada al límite de las resistencias. Violeta, con la tirantez atada a la espalda, no quiso permanecer por mucho tiempo en la terráquea esfera de los desconciertos y en un acto de elegida rebeldía remontó el vuelo con el objetivo de despegarse, definitivamente, del pellizco de las sombreadas expectaciones. Con la alternancia del aplauso bordado en la gracilidad del vestido de seda, desgranó una exclamación que liberó sus alas para no retornar al vacío.
Y en absoluta soledad, con la cuerda de sus equilibrados delirios anudada a la cintura, saludó al público con el revoloteo de su cabello punteado de lúcidas mariposas. Nadie pareció percatarse de su gesto. Prestó atención al silencio oscuro que abarcaba los espacios. Con la determinación de no olvidar, anotó en su fascinada librería de la memoria, la orquestada digestión de las humillaciones que, desde la platea de las infamias y dirigidas por las vetustas fieras que concurren en el artificial foso de los leones, exprimen zumos de lágrimas y cocinan los pipis de los animales en el empecinamiento de corromper lealtades.
Violeta, la hembra que se desligó de las líneas marcadas, de las metas prefijadas y el acartonamiento de lo históricamente correcto se negó, con el rotundo movimiento cósmico de sus caderas, a interpretar el personaje de una cándida mujer tendida en un repugnante lecho de clavos y dirigida por los dictados de la tiranía ególatra de la dirección escénica.
La taquilla se disolvió en la falseada imitación de una interminable cola de espera. El patio de butacas mantuvo su nariz levantada en una disciplinada y académica formación atrapada en el álgebra de los números primarios. El cielo se rompió con tres gritos abiertos y a lo lejos, la cuerda del funambulismo intentó ocultar, el infinito dolor de las malvas.
El ritmo de los tambores de la noche de los tiempos aclamó a Violeta que, en honor a su nombre y a las anotaciones escritas en su libertaria memoria, agradeció los aplausos, liberó los limitados nudos de su cuerda y con el estómago alimentó la continuidad del arte.
Nota: fragmento del texto adaptado para los Medios de Comunicación.