¿Un minuto de silencio? ¿Y por qué silencio? ¿Pensáis que nos vamos a conformar con unas migajas minutadas cuando en realidad dan ganas de vociferar clamorosamente? Muchas horas calladas podríamos exigir para reflexionar sobre una inconsolable evidencia pero, rozarían el infinito no numérico.
Sí, las mujeres, igual a los eslabones de una cadena, son sustituidas por otras.
El narcisismo es un nutriente más en la cadena de fertilización del machismo, del cual somos cómplices administrativos: en casa, en la calle y los mercados, en las bibliotecas, las religiones, cocinas y oficinas, en colegios y jugueterías, en lo político y en lo humorístico, incluso en el arte, la cultura, las formas del amor y la guerra. Sabemos tanto de las guerras que hemos aprendido a contemplarlas pertrechados de plato y cuchara, eso sí, tragando los bocados bien lejos. Y qué es la paz, ¿una desigualdad maquillada, agazapada sin pudor tras fronteras, muros, burdeles, familias y economías?
Siempre estuve sola sin más afectos que mi memoria guardada en algún lugar para no amargar mi destino por diseñar. Sí, una penosa suerte no estar forzada a compartir la propia indefensión. He recibido ayuda de hombres y mujeres y también me hirieron, hasta el hastío, féminas y varones. A ellas les imploré ayuda, les rogaba, sabían lo que estaba viviendo. Justamente vosotras…, eso dolía todavía mucho más.
A ellos les sobreviví, a cada uno, sin excepción.
Sí, soy una superviviente de la más antigua de las contiendas.
Fue por una vulgar mariposa. Algo sucedió y de ningún modo sabré cómo actuó su torpe vuelo contra el cristal en el intento de entrar por donde yo deseaba salir. Aquella lamparita con alas y pálpitos diminutos desató la carrera que me condujo lejos en un espanto de huida, sin bolso ni abrigo. A las diez menos cinco la noche se disfrazó de terciopelo negro, miró hacia los laterales del edificio y de igual forma me invitó a escapar.
Yo, una mujer con nombre en venta que no murió con los tacones puestos.
Algunos vehículos iluminaron por un instante mi rostro de niña grande y pálida, creyendo ver un fantasma donde una vida luchaba. Decidí esconderme en cuanto los veía en el horizonte de asfalto. La lluvia se abatía con furia, el frío despertó temprano y las sombras, hambrientas, repartieron dentelladas por doquier. Por únicos testigos las alimañas en los matorrales merodeando mis ropas abandonadas.
Corrí completamente desnuda, bañada de arañazos felices.
El atractivo vestuario había sido un repugnante nido de avispas, un uniforme de esclava, una etiqueta cosida a la piel durante más de tres años. Sentí los primeros aguijones clavados en la sordidez de la trata de mujeres. Mi número era el nueve. Nos vistieron con tacones de abismo para egos caprichosos. ¿Para qué circular alzada en un par de agujas? Ésa caricaturesca idea martillaba en mi cabeza y quizás evitó la demencia.
Las alucinaciones vinieron después encerrada en la vivienda. Deseé con todas mis fuerzas fundirme en la ordinariez del mobiliario. Fantaseaba con ser flor de cortina, mueblecito de aseo, fleco de colcha o cucharilla de postre y no superficie de mesa golpeada, recipiente en alquiler o simple relleno de almohada.
Dormitaba en una ensoñación artificial e igualmente era forzada a despertar. Ahora, después de tantos años, me sorprendo dando las gracias por ello.
Un día reduje a cenizas a mis enemigos y logré escapar por una ventana descuidada. Mi verdadera identidad, y la cifra adjudicada, han sido encubiertas por seguridad. A cambio, poseo un bonito nombre y dos sencillos apellidos a estrenar.
Narrar cómo llegué a ser víctima - una más - de la peor de las pesadillas, es exponer por millonésima vez la realidad del mundo. No tengo tiempo para repetir lo que ya sabemos. Todo está en la historia y… ¿en la memoria? ¿Queréis saber todos los detalles? Declaré decenas de veces sobre ellos y os ahorraré las tantísimas miserias vistas. Si los necesitáis, quizás debáis reflexionar sobre los mismos.
No fue sin más aquella mariposa, aunque me gusta pensar que sí. Ella, y ellas, cuyos nombres ya nadie conmemora, me empujaron a volar con mis alas de talco.
Muchos nombres circulando igual a hormigas, portando números, barras y guiones sin duelos, seguidos de borrosos apellidos, sin flores, recuerdos, sin juicios finales, cerrados a cal y canto en multitud de carpetas archivadas.
Sí, resistí y he logrado que mis manos dejen de temblar, mi pelo vuelva a crecer, mis senos cicatricen y los pies, los que me sostienen, no vuelvan a quebrar espantados por ventanas a cinco metros de la pura y dura existencia.
Olvidé que no podía volar pero siempre recuerdas correr por tu vida. Y en la carrera, convencida de estar muy lejos, clamaba por ellas.
- ¡Sabina, Penélope, Dulce, Marisa, Begoña!
Y otras más, muchísimas más: Carmen, Bárbara, María, Amelia, Clara...
Llamándolas para no desfallecer, conjurando sus rostros, invocando la rabia y la risa, respondieron con sus verdaderos nombres en un reguero de tambaleos y caídas.
Acurrucada bajo un puente, tres muchachos me encontraron en un llanto sin fin. Yo temblaba infinitamente libre. Les pedí que no lloraran, pobrecitos, y que pidieran auxilio. Uno de ellos permaneció allí, sujetándome con infinita ternura y secando con su camisa mi llanto y el suyo. Las lágrimas me sabían a la gloria de la lluvia y yo tenía una sed tan grande que quería beberme las nubes, comerme las estrellas y sobrevolar el asco.
Mis pequeñas alas comenzaron a crecer después, cuando logré cerrar los ojos y disfrutar de una ducha en mi propio baño y tomar un vaso de agua sin derramar una sola gota. ¿Un minuto de silencio? ¿Creéis que será suficiente?
No, afirmo que no lo es.
* Su tacón clavó la mariposa a la ventana. No se percató de que ella consideró acompañar su vuelo de fugas imaginadas. Mejor así, ¿de qué le serviría ése triste detalle?
Nota: Fragmento del texto adaptado
para los Medios de Comunicación.