Son muchos los fieles e incluso los clérigos que se extrañan de que el emperador Constantino presidiese el Concilio de Nicea en el año 325. Se preguntan por qué razón no presidió el Concilio el Papa, que hubiera sido lo propio. La razón es evidente: en primer lugar, aún no existía la figura del Papa como tal; se supone que el Papa era Silvestre I, pero históricamente nada se sabe de él, salvo por los escritos eclesiásticos que se redactaron con carácter retroactivo y que alegan que Silvestre mandó una delegación al Concilio.
En segundo lugar, Constantino presidió el Sínodo de Nicea porque él fue en realidad el creador de la Iglesia y nombró los primeros cincuenta epískopos, a gran parte de los cuales reunió en el año 313 en la ciudad de Arelate (hoy Arlés, Fancia) para instruirles acerca de sus funciones. Más tarde les suministraría copias de los escritos sagrados institucionales que Constantino ordenó inventar y escribir a sus grammateos, quienes incluyeron no pocos textos religiosos egipcios. La idea de Constantino era implantar una religión monoteísta única en todo el Imperio, a fin de evitar las constantes disputas entre los presbíteros de las diferentes religiones, algo que él pensaba que socavaba la paz romana.
A Nicea acudieron en el año 325 sesenta y cuatro epískopos de los que había nombrado Constantino, cuyo número fue ampliado después del año 313. Notorios en esta magna asamblea fueron Eusebio de Cesarea, Eusebio de Nicomedia, Osio, Atanasiao y Arrio. El tema a discutir era si a Jesucristo se le consideraba Hijo de Dios o simplemente un Maestro del Conocimiento. Quedó establecido lo primero y solamente tres epískopos no estuvieron de acuerdo con el fallo, entre ellos Arrio.
Eusebio de Cesarea era uno de los mejores grammateos o escritores del Imperio, bibliotecario oficial que fue de la ciudad de Cesarea, persona eminentemente culta, docto en varios idiomas y en Historia y gran defensor del Conocimiento y la Sabiduría de los antiguos maestros griegos.
Eusebio escribió, entre otros libros, la ‘Historia eclesiástica’ y las cartas de los ‘padres apostólicos’, de quienes guarda absoluto silencio la Historia, así como también guarda sospechoso silencio de las persecuciones de cristianos. En los relatos de Eusebio, algunos de los cuales se sabe que eran de Lactancio y que Eusebio interpoló, se relacionan varios emperadores que persiguieron a los cristianos, como Nerón, de quien se dice que hizo que los cristianos fueran devorados por fieras en el Coliseo de Roma. Pero resulta que el Coliseo no existía en tiempos de Nerón, que murió en el año 68 y el Coliseo fue inaugurado por Tito en el año 80.
Al emperador Diocleciano le presentan la ‘Historia eclesiástica’ de Eusebio y los escritos de Lactancio como uno de los peores perseguidores de cristianos; pero está comprobado históricamente que Diocleciano fue uno de los mejores emperadores que existieron y que instauró la Tetrarquía de cuatro Augustos más sus Césares, dejando libertad de religión a todos sus súbditos, como siempre había sido el caso en el Imperio. Solamente a Constantino, que usurpó el poder de la parte oriental del Imperio, no le agradaba la diversidad de religiones.
Eusebio, costeada su manutención y gastos por el propio Constantino, tuvo a sus órdenes a varios copistas. Estos escribieron en griego los primeros cincuenta códices del Nuevo Testamento, que fueron distribuídos entre los epískopos nombrados por el emperador. Ello indica que hasta el siglo IV no conocían los epískopos los evangelios ni las epístolas, lo cual resulta lógico al comprobar que tales clérigos fueron nombrados por el emperador en ese tiempo, pues no había epískopos cristianos anteriormente, a pesar de lo que Eusebio se obligó a escribir en su Historia.
Estos cincuenta códices, que incluían el libro ‘El Pastor de Hermas’, que se consideraba tan inspirado como los demás del Nuevo Testamento, estaban amparados por los textos de Eusebio y de Lactancio.
A este último nombró Constantino tutor de su hijo Crispo, asesinado después por su propio padre. Uno de los libros de Lactancio, ‘La muerte de los perseguidores’, habla de los emperadores, incluído Diocleciano, que se ensañaron con los cristianos, de lo cual no existe constancia histórica. Eusebio tomó de un resentido Lactancio la idea de las persecuciones, que plasmó en su libro ‘Historia eclesiástica’.
Algo insólito contendrían los códices griegos de Eusebio para que en el año 382 el epískopo de Roma, Dámaso, los mandase traducir al latín a Jerónimo de Estridón. Probablemente contuvieran algún tipo de acróstico continuo que disgustaba a los pastores de la Iglesia y que ponía en entredicho la veracidad de lo escrito. Lo cierto es que la traducción al latín de la Vulgata deshizo la disposición del texto griego. Casi todos los códices griegos fueron destruídos y sustituídos por copias de los latinos. La Vulgata de Jerónimo aprovechó gran parte de los códices de Eusebio, aunque el mismo Jerónimo confesó que se había visto obligado a reestructurar parte de los evangelios.
Se cree que el Códice Sinaíticus, el más antiguo de todos, pudiera ser uno de aquellos cincuenta códices de Eusebio; pero el Sinaíticus ha sufrido innumerables borrados y sobrescritos a lo largo de los siglos, para tratar de adaptar los textos a la versión de la Vulgata latina. El Códice Sinaíticus es muy diferente de los demás que vieron la luz a partir del siglo V y que tenían como modelo a la Vulgata. Tan diferente es el Códice Sinaíticus que muchos eclesiásticos afirman que se trata de una auténtica herejía, ya que no incluye los textos del nacimiento de Cristo ni su resurrección y apariciones ni su ascensión al cielo. Tampoco incluye el capítulo 21 de Juan ni los pasajes de Lucas 9:51 a 18:14, éstos desconocidos antes del siglo XV y conocidos por los teólogos como ‘la gran inserción’.
En los tiempos atribuidos a Jesucristo vivió el historiador Filón de Alejandría, uno de los principales cronistas de entonces. Sorprendentemente, Filón, gran conocedor de lo que sucedía en Judea, nada escribió sobre Jesucristo. La Iglesia alude que a Filón no le interesaba la figura de Jesús, a pesar de que su fama trascendió las fronteras debido a que curaba a enfermos y resucitaba muertos. Los anales y la Historia de Roma tampoco dan razón de Jesucristo. Y con respecto al historiador Josefo, las pocas líneas que se leen en su ‘testimonio flaviano’ sobre Jesús resulta que son espurias, insertadas posteriormente. Y muchos teólogos se preguntan que por qué no se conocen códices evangélicos anteriores al siglo IV, tiempo en que Eusebio de Cesarea y Lactancio formaban el equipo redactor de Constantino.