Pues claro que sí; la vida no se nos ofrece como una tortura sino como una bendición. La llegada de un hijo se celebra en la familia como un regalo maravilloso. Nada hay que se le pueda comparar; es una vida que se confía a los padres para que hagan por ella todo lo necesario para que pueda crecer fortaleciendo su cuerpo, su mente y todo su ser. Empieza ahí, en el nacimiento, la puesta en valor de una vida. Ello merece la máxima aplicación.
Es cierto que aparecerán dificultades muy diversas, algunas muy serias, que harán sufrir a todos los familiares quién sabe cuánto tiempo; pero es ahí, precisamente en el seno de la dificultad dolorosa, donde aparecen los mejores y más profundos signos de la vida amable y cariñosa, de esa vida que no pocas veces nos empeñamos en desfigurar y hasta negar. ¿Por qué ese empeño en lugar de apreciar los detalles, a veces pequeños, de simpatía y delicadeza que se nos ofrecen?
No seríamos justos si los estimáramos como simples detalles externos sin valor real o positivo alguno; como algo que es una hoja seca movida por el viento del momento. No; eso es negar la posibilidad de sentir y de amar en los seres humanos. Es cierto que puede haber desviaciones negativas pero el hombre (el ser humano en general) ha sido creado para hacer de su vida una fuente generosa de afecto, sensibilidad y delicadeza; para llevar a cualquier lugar y en toda ocasión el gran valor de la vida amable y cariñosa.
Hay que procurar, con el máximo interés, la defensa de esa gran virtud del hombre, la de amar siempre y muy especialmente en los tiempos difíciles, la de entregarse para que otros puedan recuperar el ánimo, la de hacer llegar a quienes sufren lo que les falta en esos momentos, la de ser amables y cariñosos con quienes están padeciendo alguna dificultad. Un gesto de simpatía, una palabra afectuosa, un detalle amistoso valen mucho más que la frialdad de un discurso, por muy lleno que esté de afirmaciones beneficiosas.
¡Cómo se agradecen esas muestras de solidaridad en la desgracia! Cuando el espíritu sufre necesita la delicadeza de la comprensión, la cercanía de otra alma libre de cualquier interés material, la ayuda que supone una mano que se ofrece como símbolo franco de unión en el dolor, de unos párrafos escritos que nos llegan por algún medio de comunicación, de unos besos que se ofrecen y reciben en las mejillas como verdadera caricia del corazón. Eso es lo que el hombre necesita y también lo que el hombre es capaz de dar. ¿Por qué a veces se niega a ello?
Es la soberbia, en no pocas veces, la que se apodera de la voluntad del hombre y en otras es su adaptación a determinadas conveniencias o su servidumbre a ideologías en las que la libertad del hombre queda en planos secundarios o totalmente anulada. Se olvida la realidad del sufrimiento humano; no se tiene en cuenta la necesidad que el hombre tiene del valor de la vida sencilla, amable y generosa, del trato humano leal y sincero.
Lástima es, y no poca, que no se aprecie la necesidad de romper con cualquier otra consideración que aleje al hombre de su verdadera misión. El hombre no ha nacido para negar el amor a la vida, para disfrazar la delicadeza del alma, para distraer su mente con los más absurdos y dañinos pensamientos, para, en definitiva, renegar de sí mismo.
El hombre, desde su nacimiento, debe ser educado en el amor que se debe a todo ser humano y ello sólo se puede aprender en el seno de la familia bien ordenada y consciente de esa misión que es poner en valor una vida naciente, una vida concebida con amor noble y profundo.
Nada puede ser más noble para el hombre que la dedicación, sincera y sin desmayo, a la labor de poner en práctica el gran valor de la vida amable y cariñosa. No tener enemigos sino gente con la que colaborar, gente a la que se le pueda hablar, en todo momento, sin alterarse, gente de la que se puede recibir una indicación en la que aparezca siempre cariño; gente, en fin, sencilla y sin doblez.