No me referiré, a pesar del título, al vestuario sugerente, el torso apenas velado, con que buena parte de las mujeres de nuestro entorno demuestran entender que cualquier celebración bien puede transformarse en potro de tortura para el resto de los mortales, a quienes se coloca ante la duda metafísica entre contemplar detenidamente aquello que tan generosamente se les ofrece o hacer, a la fuerza ahorcan, como si no se hubiesen dado cuenta, cara de póker incluida.
Me quiero referir, más bien, a una de las condiciones esenciales de la gobernanza democrática, aquella que obligaría a quienes ostentan cualquier género de poder público a no guardar secreto alguno de sus actos u omisiones antes quienes les eligieron. En la cosa pública, la transparencia es un mandato, una obligación, una responsabilidad propia del cargo y servicio generales.
Tras los sucesivos derrames e inundaciones que se suceden cada vez que caen cuatro gotas en la calle Écija, con su pestilente acompañamiento que inunda el paseo marítimo y nuestra playa de la Costilla, ratas y demás fauna incluidas, yo me preguntaba cómo era posible que aquello no se hubiera arreglado ya. Preocupado, aproveché la amable disposición de un vecino para que me explicara a dónde habían ido a parar los millones (hablo de pesetas) del cacareado PlanE que tuvieron abierta en canal la avenida de Sevilla por tanto tiempo.
Mi amigo me mostró que tan caro arreglo había consistido, en la práctica, en conseguir que, cuando lloviera, alguien pudiera abrir una compuerta que arroja las aguas sobrantes… ¡al paseo marítimo! Ante tamaña aberración, unos amigos y yo mismo le preguntamos a la señora alcaldesa si podríamos echarle una ojeada al Proyecto municipal de esas obras y nos contestó que lo pidiéramos a través de la OAC.
Y yo me pregunto. ¿Por qué los proyectos no son de libre acceso? Eso. Transparencia.
