Cuando bauticé a ésta mi columna semanal como ‘La terraza’, pretendía subrayar el lugar de mi residencia desde el que, contemplando toda la villa a mis pies, en sentido figurado aunque vivo en un séptimo piso, podía tomar distancia y comentar plácidamente no solo cuanto mi vista pudiera abarcar desde mi elevado otero sino, sobre todo, aquellos nimios entresijos que mis convecinos ocultan debajo de los tejados de sus casas. Eran tiempos, creía yo en mi candidez, de literatura amable y, si acaso, alguna generalización social sin demasiada trascendencia.
Pero, ahora que nos han declarado la guerra, he cavado a toda prisa una hipotética trinchera desde la que pretendo hacer lo imposible por colaborar con vosotros en contener el avance de ese enemigo que, a golpe de decretos que incumplen uno por uno todos y cada uno de los compromisos que le auparon al poder, arrasa cuanto toca, dejando tras de sí el irrespirable hedor de la tierra quemada.
Por y para eso escribiré cada semana desde mi trinchera personal contra tantas aberraciones insolidarias, contra las mentiras que las argumentan y contra el inmenso poderío de los bancos y del capital internacional que pretenden convertir en un erial hipotecado hasta el corvejón esta España nuestra que todavía, con la que está cayendo, intenta mantenerse como si nada en la esperanza de despertar un día confiando en que todo esto haya sido un mal sueño.
Nadie puede escurrir el bulto. Han quedado atrás los tiempos de los corderos y se aproximan a toda velocidad los de la indignación acumulada. Hágase justicia, rectifíquese a la horizontal su balanza ciega, que lleva ya demasiado tiempo escorada a favor de los poderosos, esos mismos poderosos que nos están arruinando a todos desde su troika europea mientras el Partido Popular ejecutivo, en pleno, aplaude entusiasmado y otros poderes guardan un silencio sospechosamente cómplice.