Durante toda su vida había dado el pego pasando por una persona educada y correcta, cuando era un déspota y un miserable, y mientras había estado de líder de la oposición había camuflado su soberbia bajo un aspecto y un lenguaje amable y agradable, cuya única obsesión era alcanzar el poder para desde él, hacer lo que le viniera en gana y mostrar su verdadero rostro.
Y así fue, una vez que tuvo la confianza mayoritaria de los ciudadanos y ciudadanas, apareció tal y como era, como realmente había sido siempre, arbitrario, prepotente, mezquino y autoritario. Hasta tal punto era así, desde lo ético y lo estético que ahora que era el gran mandamás de su ciudad asomada al mar, hacia valer su autoridad sobre todo bicho viviente.
Todos los días, sin excepción, salvo cuando se encontraba de viaje o en otros menesteres, hacía formar en perfecto estado de revista a los ediles de su equipo de Gobierno; y como aquellos niños de la escuela franquista que saludaban a coro al maestro o la maestra o el grito de los marines en las películas americanas; estos pronunciaban a coro cada vez que el líder les daba una instrucción u orden, ¡Señor, sí señor!
Nuestro iluminado conductor de masas se creía singular y único, como casi todos los seres vulgares, ordinarios, horteras e impresentables. Era y se mostraba cruel y caprichoso con propios y extraños, lo que le hacía cada vez más insufrible e insoportable, puesto que los suyos se sentían despreciados y los demás habían pasado de ignorarlo a detestarlo.
Dominado por la megalomanía, se creía el poder absoluto y la ley, por lo que se encontraba facultado para intentar restringir sustancialmente a su antojo las libertades civiles e individuales, lo que le colocaba en una situación entre lo ridículo y lo patético.
Además, cada vez que tenía ocasión y también cuando no, daba espectáculo, y como era tan impulsivo en la toma de decisiones, era rara la ocasión en que no solo metía la pata sino que además era la comidilla y el hazmerreír de sus paisanos, entre los que iba acumulando papeletas de cómo no se debía hacer política.
Cada jornada que transcurría iba perdiendo el sentido de la realidad y desvariaba y descarriaba en sus discursos y manifestaciones, de tal manera que ya no se conformaba con regañar a todo periodista que se cruzara en su camino si estos no ensalzaban su figura y sus sacrificadas acciones, sino que era cruelmente agresivo si a estos, en aras a cumplir con su papel, se les ocurría proferir alguna enmienda o crítica o reflejar lo negativo de su torpe y nula gestión.
Su actitud era tiránica y dominante, y exigía a sus subordinados una obediencia ciega, similar a lo que los jesuitas y otros religiosos, antes de las reformas de la vida religiosa introducidas por el Concilio Vaticano II, ejercitaban cumpliendo cada disposición u orden en el momento de ser dictadas o impartidas, sin demora ni discusión.
En su estado de éxtasis autárquico, solía decir, como todos los dictadores, que aquellos que osaban dudar o insinuar cualquier cuestión sobre sus órdenes, estaban haciéndole el juego al enemigo, y eso debía ser severamente castigado. Él era quien era, y jamás se equivocaba.
Preso de sus neuras y paranoias, no se dio cuenta de que la libertad es tan contagiosa como el miedo, y que uno de esos días en los que había mandado a formar a su gente, ni había nadie ni sonaban unánimemente el coro de voces que le había acompañado, y el ¡Señor, sí señor! había pasado a ser una triste historia que no debía repetirse.