Si usted llevara cuatro días en el océano en una embarcación pequeña y endeble con 36 personas más, las reservas justas de agua y combustible y miedo a no ver el siguiente amanecer, y el destino pusiera en su camino a ocho náufragos a la deriva, sedientos, casi desahuciados... ¿los subiría a su barca? Piénselo bien, porque puede que le vaya la vida en ello.
Cada 20 de junio, Día de los Refugiados, la comunidad cristiana de Sant'Egidio celebra en todas las ciudades donde está presente (Roma, Madrid, Barcelona...) la vigilia "Morir de esperanza", pues sus miembros creen que no es la desesperación lo que mueve a los miles de migrantes africanos que se aventuran cada año en una patera hacia Lampedusa o en un cayuco hacia Canarias, sino todo lo contrario.
Seguramente, Aminata y los 36 compañeros que partieron con ella hacia El Hierro el 16 de abril desde Nuadibú (Mauritania) no perdieron ni por un minuto la esperanza de sobrevivir para trabajarse en Europa una oportunidad para las familias que dejaron atrás; porque si la desesperación hubiera cundido en su cayuco, sería muy difícil comprender lo que hicieron.
Los nombres de este relato son ficticios, ya que sus protagonistas siguen todavía en Canarias, en centros de acogida. Pero la historia es real, EFE la ha reconstruido a partir de lo que han contado a los marineros que los rescataron, los sanitarios que los atendieron y los trabajadores humanitarios que ahora cuidan de ellos.
Cuatro días antes que Aminata, salieron también de Nuabidú apresuradamente nueve personas en un cayuco que estuvo a punto de engrosar la lista de embarcaciones con migrantes desaparecidas este año en la Ruta Atlántica, entre ellos una mujer, un niño y un bebé.
En realidad, deberían haber sido 60, pero la Gendarmería mauritana los sorprendió empezando a embarcar y los nueve que ya estaban a bordo aceleraron sin esperar a nadie más, con los bidones de combustible y agua que les había dado tiempo a cargar. El resto se quedó en tierra.
Cinco días a la deriva
Aunque la huida precipitada les ayudó a perderse en la oscuridad, alejarse rápido de la costa y burlar los controles, también les costó caro: al cuarto día la gasolina se agotó y el motor se paró.
No debían de estar muy lejos de El Hierro, quizás a un día o día y medio de navegación, pero pocos a bordo ignoraban la suerte que le espera a aquel que se queda a la deriva a cientos de kilómetros de tierra en cuanto se termine también el agua. Tuvieron cuatro días completos para comprenderlo.
Fue cuando murió Moussa. La única mujer de a bordo, Faotu, una senegalesa de 32 años, no recuerda bien cómo pasó, bastante tenía ella con cuidar de su bebé y de su otro hijo, un muchacho de 16. Solo sabe que llevaba ya algunos días adormecido y que se había ido apagando más rápido que los demás, mientras mataban la sed con sorbos agua de mar.
De pronto, fue evidente que Moussa había muerto, incluso para su hermano Idrissa, y lo empujaron al mar.
Estaban desahuciados. Ni siquiera se dieron cuenta del instante en que su suerte cambió, esa misma tarde. Se sentían tan débiles, que a ninguno le quedaba energía para erguirse sobre la borda del cayuco y comprobar de dónde procedían aquellos gritos. Quizás pensaron que era una alucinación, un delirio del agua de mar.
Puede que una barca de 15 metros parezca grande al entrar a un muelle pesquero pequeño, como es el de La Restinga, en El Hierro, pero los marineros de Salvamento saben lo difícil que es verla entre las olas, salvo que uno esté subido en una embarcación más elevada y se encuentre muy cerca.
Un encuentro milagroso
Entre Mauritania y Canarias hay no menos de 460 millas de navegación y miles de kilómetros cuadrados de mar. Así que fue casi un milagro que la tarde del 19 de abril un cayuco pasara justo por el mismo lugar donde otro se había quedado a la deriva cuatro días antes, con sus ocupantes sufriendo ya de deshidratación.
Es algo que no recuerdan haber escuchado antes ni los voluntarios más veteranos de Cruz Roja en Canarias.
En el cayuco de Aminata, alguien avisó de que estaba viendo otra barca a lo lejos. Estaba parada. Se acercaron, hicieron gestos con los brazos, gritaron, pero nadie respondía; parecía que había gente a bordo, pero no se levantaban. Decidieron aproximarse más.
"Lo comprendí después", ha contado Aminata. "Estaban agotados, no tenían fuerzas. La mayoría tenía la boca blanca, como con sal".
Entre sus compañeros no hubo mucho debate. Debían salvarlos, pero en su bote no cabían. La solución se presentó sola: el cayuco sin combustible era mucho más grande, tenía espacio para 60 personas pero solo había ocho a bordo, así fueron los rescatadores los que se pasaron a la barca de los rescatados con su gasolina y el agua.
Hacer algo así en medio del mar, entre las olas y con riesgo de volcar, no debió de resultar fácil, pero salió bien. "Cruzamos de uno en uno", recuerda Aminata, que se sentó cerca de Idrissa.
"Gracias", le dijo el hombre, "murió mi hermano y pensé que yo sería el siguiente". "No morirás", recuerda la mujer que le respondió, "no tengas miedo. Tenemos agua y comida".
A todos ellos, 45 personas, los rescató al día siguiente la Guardamar Urania a 30 kilómetros del puerto de La Restinga, después de uno de los móviles que llevaban a bordo recibiera cobertura y les permitiera pedir socorro al 112. Eran 37 hombres, dos mujeres, tres adolescentes y tres niños de siete, uno y dos años, procedentes de Senegal (27), Mauritania (13), Mali (3) y Gambia (2).
En el diario de navegación de la Urania quedaron anotadas estas coordenadas: 27º 21.6 N 17º 59.3 W. Es el lugar preciso donde los embarcaron y abandonaron para siempre su cayuco, el último testigo de lo que puede la hermandad de la esperanza.