Supongo que cada cual tendrá asociado un recuerdo concreto, una experiencia o una sensación vinculada al momento en que la pandemia hizo acto de presencia. En mi caso es el carro de la compra el día antes del inicio del confinamiento. Fui al supermercado, llevaba guantes y la misma faz de incredulidad que el resto de la gente, en cuyos rostros también se hacía palpable el miedo hacia la situación y el recelo hacia cualquiera que pasara a su lado; la mínima tos te convertía en sospechoso y los conocidos se evitaban para no tener que saludarse. Yo empujaba aquel carro por los pasillos agolpados como si se tratase de una reliquia de Chernobyl impregnada de uranio, y cuando perdí la cuenta de las veces que me había llevado las manos a la cara para rascarme o despejar el pelo de la frente empezó a desmoronarse el marco mental de seguridad con el que pretendía diferenciarme de la angustia de los demás.
Salí pronto e ileso de aquel estado de ansiedad y del temido contacto con el virus o cualquier otro microbio. No hubo secuelas. No tengo problemas en hacer la compra, ni le he cogido fobia a los carros, pero aquella tarde encarnó el auténtico estado de psicosis colectiva que solo asociábamos hasta entonces a la ficción, a momentos puntuales de nuestra vida reciente -el 23F- o a los relatos de la España de la guerra, el hambre y la represión que nos contaban nuestros abuelos.
De inmediato vino el confinamiento, el enclaustramiento domiciliario, el cierre de la mayoría de negocios, las calles vacías, las patrullas del ejército, las cuadrillas de desinfección, las series de Netflix, los domingos sin fútbol, los ERTE, el teletrabajo, los gestos de solidaridad, las mascarillas, los cierres perimetrales, los salvoconductos para ir a trabajar, y, definitivamente, la muerte como un desgarro diario en la vida de tantas familias indefensas.
Han transcurrido 19 meses desde entonces, en mitad de los cuales hemos afrontado cinco olas de contagios, cientos de incertidumbres y una única certeza: al virus solo lo mataríamos con una vacuna, como así ha sido. Con casi el 90% de la población vacunada y una tasa de incidencia en torno al riesgo bajo o cero parece que, ahora sí, estamos preparados para volver a hacer vida “normal”. Tan normal que lo hemos asumido sin estridencias ni fuegos artificiales, como un día más en la vida, y con la garantía de que no ha salido Pedro Sánchez a estropearnos la sobremesa. Quedan aún por vacunar los más pequeños y aquellos otros que, aún teniendo la oportunidad y la ocasión de haberlo hecho, niegan avance alguno en el terreno de la ciencia que no sea el de invadir nuestro organismo con fines lucrativos y perniciosos. El fin del mundo.
Con la prudencia que exige el hecho de tener que seguir usando la mascarilla y evitar las aglomeraciones en la medida de lo posible, e incluso la opción de que surja una nueva variante del virus que obligue a retomar determinadas restricciones, no todo se puede reducir al hecho de recuperar horarios, aforos y rutinas. Toca fortalecer el músculo de nuestra economía después de que en solo un año se haya debilitado tanto como en los casi seis de la crisis del ladrillo. Y toca hacerlo a partir de un escenario transformado por una nueva realidad -que no nueva normalidad- en la que han cambiado los hábitos de consumo y los mercados y se ha abierto el debate en torno a los modelos productivos, a los que tienen que seguir funcionando y a los que deben contribuir a diversificar la economía de la provincia.
Esa reconstrucción viene de nuevo amparada por la Unión Europea, ahora bajo el nombre de Next Generation, aunque también llega moldeada por un gobierno en horas bajas interesado en convertirla en una oportunidad política, y concebida por ayuntamientos y diputaciones casi como una carta a los reyes magos-será por pedir-, cuando lo más importante es que demuestren haber aprendido de los errores del pasado, incluso del más reciente, el de esa ITI infrautilizada y hasta estrangulada por los celos entre administraciones. Por experiencia, lo de los Next Generation hay que verlo casi como una cuestión de fe.