Con José Manuel Caballero Bonald murió un espíritu rebelde. Es el último grande que se va de una generación que vivió la posguerra, que peleó y sufrió contra el franquismo, que ayudó al nacimiento y se apegó a la democracia, que consideró siempre tan necesaria como imperfecta, que frunció el ceño cuando no era la que esperaba en algunos aspectos y que sintió como suyo el desengaño y el grito -en él sin aspavientos- de los indignados. Todo ello lo vivieron muchos. La diferencia que marca Caballero Bonald con los demás es que él hizo lo que está al alcance de muy pocos: lo plasmó magistralmente en su más que prolífica y rica escritura en verso y prosa. Fino, inteligente, agudo, pulcro, cuidadoso, esmerado, innovador, escrupuloso en todo lo que escribía su obra es un monumento extraordinario, un legado que no necesitó a la Real Academia Española para provocar una lograda admiración.
En Nosotros, Los Abajo Firmantes -Una historia de España a través de manifiestos y protestas-, del inolvidable Santos Juliá, aparecen algunos de los numerosos manifiestos que firmó Caballero. También en los registros oficiales de la represión que le seguían la pista tanto en el Congreso Cultural de la Habana como en las cotidianas conferencias o recitales flamencos.
De su presencia en Cuba el servicio secreto recoge que “los servicios de contraespionaje estadounidenses definen así a J.M.C.B.: “ESCRITOR Y POETA, CONTRARIO AL RÉGIMEN ACTUAL” (se refieren al español).”
Pepe Caballero era mucho más. Fue hasta el final de su vida un intelectual que molestaba con sus opiniones libres y siempre críticas. Por eso no era - ni podía ser- hombre de partido -aunque en momentos se le vinculó al PCE- pero sin duda alguna era inequívocamente de izquierdas en su actitud, su austeridad, su trato, sus amistades, en su biografía.
Con Caballero ha muerto un referente moral, que nunca partió peras con el poder, ni se mostró obsequioso con los poderosos. La libertad radical, por la que tanto luchó, la conservó, tanto como su preclara inteligencia, hasta que se unió a la tradición familiar de quedarse en la cama “tumbao”. Era de la saga de los tumbaitos. En su caso, fue contra su voluntad y como obligado preludio de disolverse en las aguas del Guadalquivir a las que tanto amó este andaluz sin estridencias.