Pero qué podemos hacer a estas alturas de la película contra años de trabajo para consolidar el turismo como potencia económica. En su novela Serotonina, el escritor francés Michel Houellebecq suelta una de sus pertinentes bombas cuando dice que el origen del turismo de masas lo inventó Franco en la España de la dictadura. A todo el mundo le suena la vieja fórmula, repetida desde entonces hasta nuestros días: buen clima, precios bajos, una sociedad necesitada de dinero rápido y una gran veda para hacer negocio.
En los albores de los años 20’ vivimos los estertores de la globalización, los pedos fatuos del capitalismo, y tras las sucesivas crisis que ha ido sufriendo nuestro sistema económico después de la transición, hemos vivido sucesivas apuestas por intensificar el modelo turístico, como si sólo fuera posible la huida hacia delante. Del Partido Popular ni hablamos, pero tampoco los socialistas han logrado plantear una alternativa al modelo de España como resort.
Reconozco que frenar, desde un punto de vista económico, la predominancia del turismo en un pueblo es casi imposible. En estos tiempos el poder de decisión en este ámbito supera lo estatal, más si cabe unas competencias locales. Pero hay formas y formas de disponernos frente a este asunto y está claro que hay algo que, en este sentido, se ofrece como muy importante: debemos conservar la dignidad.
Sí, ya hablaré de otras cosas, sé que soy muy pesado, pero el turismo despersonaliza, segrega, genera riqueza solo para unos pocos, perpetúa la oposición ricos y pobres, lo convierte todo en un gran parque temático sin alma… Y estoy seguro de que a nadie le gusta vivir en un pueblo reducido a photocall. En esta coyuntura, antes de que sea más tarde, porque tarde ya es, deberíamos preguntarnos acerca de qué somos, qué tenemos y hacia dónde queremos caminar.
Históricamente nuestra tierra nos ha sido usurpada por su condición fronteriza y geográfica y por el latifundismo, de Jerez a Tarifa. Ahora el monocultivo turístico ha cernido sobre nosotros el mismo fantasma con diferente sábana. Sin embargo, la historia también nos ha dado patrimonio y nos predispone una identidad. Llegar a ella supone la necesidad de un ejercicio colectivo, una labor de participación comunitaria. La identidad no está ahí a la vista de todos, sino que es una realidad que se va trabajando y nuestro trabajo sobre ella se estancó hace un tiempo. Ahora preferimos la identidad que nos fabrican las revistas y los anuncios.
Creo que la identidad de Vejer (de todo, en general) es cuanto escapa a su definición, lo que va más allá de su blancura y de su encanto, de su postal. Siempre prefiero la identidad que va surgiendo en los márgenes, en las orillas, la que no se me publicita y no me quieren vender, aunque se me escape de las manos y me cueste comprenderla. Tratar, al menos, de entreverla es un trabajo que deberíamos hacer con urgencia si no queremos que para nuestro pueblo, a la hora de escribir, solo nos queden las elegías.