Fue a mediados de los ochenta. Junto a los nombres propios de futbolistas, artistas de cine y cantantes, empezamos a manejar el de otras instituciones que empezaban a cobrar relevancia y se colaban en nuestras conversaciones a medida que éramos conscientes de otras realidades del mundo que, por muy lejanas que se encontraran de nuestro propio instituto, asentaban nuevos valores como el de la solidaridad o el compromiso.
Uno de esos nombres era el de Amnistía Internacional, que llegó a nuestras vidas a través de la música, con aquellos conciertos espectaculares a cuyos escenarios se subían las grandes estrellas del momento, desde Bruce Springsteen a Peter Gabriel, Sting, Tracy Chapman, Youssou N’Dour, y hasta El último de la fila, que fue el grupo nacional invitado al macro concierto celebrado en Barcelona en 1988 dentro de la gira Human rights now. Gracias a esos conciertos conocimos lo que era el apartheid y quiénes eran Mandela o Stephen Biko, así como la lucha por la defensa de los derechos humanos en numerosos rincones del mundo.
El otro nombre propio destacado era el de Greenpeace, con sus acciones en altamar en defensa de las ballenas o desplegando pancartas gigantescas contra las centrales nucleares sobre las fachadas de edificios emblemáticos. Aquella osadía cargada de heroicidad no hacía sino generar una enorme empatía ante los ojos de un grupo de adolescentes cada vez más conscientes de la enorme dimensión de las injusticias que azotaban un mundo que ya no se dividía entre buenos y malos, sino que obedecía a otras reglas.
Greenpeace fue la avanzadilla de numerosos grupos ecologistas que fueron surgiendo poco a poco a nivel local y en los que la clase política no ha identificado ni ideales ni heroicidades, sino más bien un colectivo tocapelotas dispuesto a tumbar cualquier proyecto que naciese amparado bajo la máxima de la “creación de empleo y riqueza”, como si la frase funcionara por sí misma como una fórmula de encantamiento.
De una u otra manera, Greenpeace dejó de acaparar protagonismo en los telediarios, aunque a veces nos sorprende con iniciativas como la de esta semana pasada en Madrid, plantándose en la Puerta de Alcalá -mírala, mírala- con una gigantografía espectacular, pero no solo por sus dimensiones, sino por el montaje gráfico realizado con inteligencia artificial y protagonizado y destinado a los líderes de los cuatro partidos mayoritarios que se presentan a las elecciones generales. Ahí están, por este orden, Pedro Sánchez, Yolanda Díaz, Santiago Abascal y Alberto Núñez Feijóo -los dos primeros con rostros apesadumbrados y los otros dos mucho más sonrientes-. Los cuatro, a hombro descubierto, achicharrados y sudorosos, y sobre un lema en el que se les pregunta: “¿El cambio climático os la suda?”, complementado en las redes sociales con una petición: “El mayor desafío de nuestro tiempo exige vuestro máximo compromiso antes del #23J”.
De un lado, se hace evidente que en Greenpeace mantienen intacta su capacidad para llamar nuestra atención, pero es que en este caso aciertan de lleno en la cuestión. No es que se la sude a los líderes políticos -bueno, a uno de ellos a lo mejor sí, pero mantengamos la duda-, sino que a lo largo de lo que llevamos de campaña apenas hayamos conocido por dónde pasan sus propuestas para una de las cuestiones que más inquietan a la ciudadanía en estos momentos; en especial, en lo relativo a la sequía.
Estamos viendo cómo han empezado a aplicarse restricciones en el riego, a municipios cortando el agua de las duchas en las playas, los pantanos al 25% de su capacidad, las algas invasoras apoderándose de las orillas de playas emblemáticas, los termómetros marcando máximas asfixiantes... pero el gran problema de España sigue siendo quién pacta con quién, quién dice más mentiras, o a quién ponemos al frente del CIS, en la búsqueda de un relato convincente, pero que a veces se aleja en exceso de las auténticas preocupaciones de la calle.